Embarazo: registros y sensaciones

Nosotras, las gestantes madres, aferradas a esa criatura que crece y crece dentro de nosotras, le hablamos con la palma sobre nuestro vientre. Mientras nos y los acariciamos, se nos despierta una sonrisa cándida y notamos la extraordinaria calma de ese cuerpito que nada satisfecho. Esta maravilla de la vida es una gran presencia dentro nuestro. Al nacer, solemos mirar cada uno de sus movimientos con los ojos entornados, en parte acunados, en parte atormentados por las oscilaciones de nuestras exigencias diarias: la maternidad, el oficio, la profesión, la pareja y demás. Sin embargo, cuando cruzamos la puerta de casa y aparece nuestro hijo corriendo para ir a enroscarse entre nuestras caderas logramos despertar algo que lucha contra todo lo razonable para convencernos de que este encuentro tan primario, tan fundamental para los dos, es grandioso. Esos minutos son toda nuestra vida. Parece que el mundo se despliega y volamos alto. Nuestro cuerpo se reblandece, se afloja sobre el piso, los brazos y las piernas son como una corriente que desborda en una profunda marea y logramos soltar toda preocupación para zambullirnos en los juegos. Hemos tenido la maravillosa posibilidad de ser madres. Sin embargo la maternidad es mucho más que eso. Llevamos dentro muchas maternidades que se eslabonan en nuestra cadena generacional. En ese entramado de vínculos madre-hija, hija-madre, hija-abuela, existen lealtades, rebeldías o matices que nos impulsan a actuar la maternidad de determinada manera. La ejercitamos no solo con la vida que ha salido de nuestras extrañas, sino que con todos aquellos seres vivos que amamos. Todos y todas fuimos hijos, indefectiblemente, y permanece latiendo en nosotros formas de atesorar esa manera de maternar.

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